Mi hijo acaba de cumplir 3 tres añitos. Recibió, como cabría esperar, un buen número de felicitaciones de las que a mí me llegaron, aunque de refilón, unas cuantas. Como cada cumpleaños hasta la fecha, el comentario más leído y comentado fue el clásico, ” cómo pasa el tiempo” o “crecen muy deprisa… demasiado”. Y, la verdad, es que estoy de acuerdo. Crecen muy deprisa, a una velocidad inversamente proporcional a cómo evolucionan los niveles de energía cuando ya alcanzamos una cierta edad. Sí, crecen muy deprisa.  Pero no siempre lo vi con la claridad meridiana con la que lo veo y entiendo ahora. No lo vi así cuando pasamos la desesperante fase de los cólicos del lactante, cuando, sumida en una profunda depresión postparto, me sentía consumida y sobrepasada por la duda, la autoexigencia constante, el punzante sentimiento de culpa ( ¿ me abandonará algún día?)  y el miedo a cagarla que me asaltaba a la mínima de cambio. No lo vi tan claro, no. Entonces, recuerdo que deseaba con fervor que crecieras deprisa y que te desprendieras de esa dependencia absoluta que tenías de mí.  Y entonces no veía lo que ahora veo como la verdad más irrefutable e incómoda de todas: que sí creces muy deprisa, que el tiempo pasa también demasiado deprisa, y que el tiempo es, en esencia, el más poderoso y valioso de los bienes que podamos poseer.

Feliz cumpleaños, amor de mi vida. Contigo nació también una versión mejorada de mí. Por eso, y por tantas otras cosas, te estaré eternamente agradecida.